Durante el Mundial del 2018 se hicieron famosos los improperios de la afición argentina, que veía como su equipo no estaba jugando a la altura de sus expectativas. La capacidad para la retórica superlativa de la hinchada quedó de sobra demostrada, pero me acuerdo de uno que, no contento con los límites lingüísticos y tipográficos pedía desesperado: ¡DADME MAYÚSCULAS MÁS GRANDES!
Creo que igualmente, de haber podido, le habría gritado a este autor: ¡SÉ MÁS CONCISO! ¡DETÉN LAS DIGRESIONES! ¡DAME FRASES MÁS CORTAS! Pero es inútil: David Foster Wallace nos dejó en 2008 con una obra tan desmesurada y a la vez corta como su peripecia vital.
¿Por qué lo he elegido entonces? Pues porque creo que está bien romperse a uno mismo los esquemas como lector. Venía de hablar de dos autores (Raymond Carver y Lucia Berlin) que son conocidos por su contención y uso de la palabra exacta, de seguir el precepto del “menos es más”. Me parecía interesante irme al extremo contrario, tan solo para ver lo que podía aprender de un enfoque totalmente distinto.