1981, la España tambaleante de la transición se enfrentaba a un enemigo invisible: una epidemia de origen desconocido. Ni en la forma de comportarse ni en los síntomas encajaba en ningún diagnóstico. ¿Por qué afectaba a algunos barrios y a otros no? ¿Por qué a unas casas sí y a otras no?
1854, el actual Soho londinense cayó en pocos días en una espiral de casos de cólera, una enfermedad aterradora que nadie sabía cómo se transmitía. Gran parte de la epidemia se había focalizado en un área de unas cinco manzanas ¿Por qué hacía distinciones tan arbitrarias? ¿Por qué azotaba una calle dejando ilesa la de al lado?
Esta es una historia de detectives persiguiendo asesinos en serie. Solo que los detectives llevan bata blanca, y los criminales son enfermedades por identificar. Al igual que en un thriller al uso, es importante conocer las causas para poder atrapar al culpable.
Preámbulo. El mapa fantasma de John Snow
Todo empezó en agosto de 1854, en las cercanías de Broad Street, Londres. Un estallido de cólera mata a 500 personas en diez días. Pero hay algo extraño: unas zonas del barrio parecen más expuestas a la enfermedad que otras. Dentro del Soho algunas calles sucumben enteras y otras no, e incluso dentro de cada edificio no todos enferman...
John Snow, médico inglés y uno de los introductores de la anestesia, tenía razones para pensar que el cólera se contagiaba por el agua. Por el contrario, la mayor parte de sus colegas creían que se transmitía por “miasmas” extrañas partículas flotando en el aire, teoría comodín de entonces para explicar casi todas las enfermedades.
Snow se preguntaba qué tenían en común todos los afectados. Decidió situar cada caso declarado con un punto sobre un mapa urbano. Y empezó a ver un patrón. Los puntos parecían converger en torno a determinado lugar. Para confirmar sus sospechas entrevistó a decenas de enfermos y familiares. A todos les preguntaba de dónde sacaban el agua para beber.
Todos indicaban la fuente de Broad Street.
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Réplica de la bomba de agua situada muy cerca de la ubicación original, en Broadwick Street (la moderna Broad Street). |
El agua que manaba de ese pozo tenía fama de ser la más saludable del Soho. Incluso había una mujer que vivía lejos pero a la que le gustaba tanto el sabor del agua que se acercaba allí para aprovisionarse. Nadie sabía que bajo el suelo que pisaban, el pozo negro de las viviendas cercanas estaba filtrándose en el reservorio. La fuente era la principal sospechosa, más aún por el hecho de que no hubo ningún enfermo entre los obreros de la cervecería situada en la misma calle… porque sólo bebían cerveza.
Snow logró que las autoridades quitaran el grifo de la fuente para que la gente no pudiera seguir bebiendo de ella. Los casos descendieron drásticamente hasta desaparecer. Al médico se le considera uno de los padres de la epidemiología moderna y a su sencillo mapa de puntos un ejemplo modélico de análisis visual de datos.
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Mapa de los contagios de cólera de John Snow. Los puntos son casos de cólera durante la epidemia en Londres de 1854 y las cruces la ubicación de las bombas de agua. |
España, 1981. 1 de mayo.
1 de mayo de 1981, Jaime Vaquero García, de tan solo 8 años y procedente de Torrejón de Ardoz, es la primera víctima mortal de un síndrome misterioso que no encaja con ninguna enfermedad conocida y que en los siguientes días comenzará a colapsar los hospitales.
En el Hospital infantil Niño Jesús de Madrid ejerce el médico intensivista Juan Casado. Poco a poco le empiezan a llegar niños que ingresan con una serie de síntomas comunes: fiebre, un sarpullido, tos y mocos. Algunos también tienen dificultad para respirar. El cuadro evoluciona en las siguientes semanas agravándose en muchos casos con endurecimiento de la piel, dolores musculares, parálisis, afectación hepática… El problema es que esa combinación de síntomas no encajaba en ningún diagnóstico.
Las primeras hipótesis apuntan a una “neumonía atípica” causada por la bacteria Legionella.
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Hospital Universitario Infantil Niño Jesús |
“Un bichito tan pequeño que si se cae al suelo, se mata”
El 21 de mayo, con centenares de casos acumulándose en los hospitales, el ministro de Sanidad, Jesús Sancho Rof, comparece en un intento de tranquilizar a la población: “Es menos grave que la gripe. Lo causa un bichito del que conocemos el nombre y el primer apellido. Nos falta el segundo. Es tan pequeño que, si se cae de la mesa, se mata”. Unas declaraciones que desde luego, causaron pasmo entre los especialistas.
La denominación oficial era “neumonía atípica” debido a que se detectaron síntomas respiratorios y las radiografías de tórax parecían recordar a las de algunas neumonías. Se dieron instrucciones para que se aislara a los enfermos y se tratara con un antibiótico – eritromicina-.
Pero había un problema: no se comportaba como una enfermedad infecciosa.
El equipo de Casado
Había demasiadas cosas que no tenían sentido: familias que se ponían enfermas al mismo tiempo, sin periodo de incubación. Pacientes de un mismo edificio, pero no de todos los pisos. Los bebés menores de seis meses no enfermaban. Parecía una enfermedad demasiado caprichosa.
El primero en apuntar en la dirección correcta fue el doctor Antonio Muro, director en funciones del Hospital del Rey, especializado en enfermedades infecciosas. Da una rueda de prensa en la que desautoriza al ministerio de sanidad al defender como causa una posible intoxicación alimentaria. Pero no tiene pruebas concluyentes en ese momento y sería destituido poco después por el Gobierno.
Juan Casado tampoco estaba de acuerdo. Dejó la UVI y formó un equipo de diagnóstico: la pediatra Mercedes Ibañez, la experta en radiología Gómez Mardones, el doctor Joaquín Otero, de laboratorio y un fisiólogo de la Facultad de Medicina. Apoyados por el director en funciones del Hospital del Niño Jesús: Juan Manuel Tabuenca. Juntos se reunirían cada mañana en un cuartito con una pizarra delante y dos columnas: síntomas y posibles causas. Como en un capítulo de House, pero con los medios de 1981.
¿Qué sabemos? ¿Qué no sabemos?
Lo primero era descartar la hipótesis neumónica. A un grupo de enfermos se les dio el antibiótico prescrito por Sanidad, a otro uno diferente que no era útil para la neumonía. Ninguno mejoró. Pronto Casado se quitó el equipo de protección. Aquello no era una enfermedad infecciosa.
La siguiente pista la dieron los análisis: había un número muy alto de eosinófilos en la sangre, un tipo de glóbulo blanco que se eleva cuando hay una situación de alergia o de intoxicación. Además, los niños tenían un sarpullido que picaba. Exploraron las alergias recopilando los casos del año anterior por si había habido un aumento significativo de alergias. No arrojó ninguna evidencia. Se proporcionaron corticoides y antihistamínicos a los pacientes. No hubo mejoría.
Recordemos que en aquel momento no había ordenadores ni bases de datos que consultar. Idearon un método para comparar datos: unas cartulinas agujereadas con una serie de parámetros. Cada agujerito correspondía a una característica: sexo, edad, días de fiebre… así hasta 180. Si por ejemplo querían saber cuántos niños eran mayores de siete años atravesaban con agujas de punto los agujeritos y las fichas que se quedaban prendidas tenían esa característica en común.
Había dos coincidencias muy llamativas: los niños muy pequeños no enfermaban y los afectados provenían de los mismos barrios en la periferia de Madrid. Empezaron a sospechar algo alimentario, que se consumía en determinadas zonas y no en otras y que no tomaban los bebés.
Casado diseño una nueva prueba diagnóstica: preguntar a los pacientes. Tal como hiciera Snow 127 años antes, empezó a interrogarles en busca de coincidencias. Se elaboró en tiempo record un cuestionario muy detallado sobre más de 300 productos de consumo. Se repartió tanto entre las familias afectadas como a aquellos que nada tenían que ver para ver si los niños señalaban los mismos productos.
Y cercaron al culpable.
Surtió efecto, esa noche sale el comunicado y en la primera semana los casos descendieron a toda velocidad.
Por qué
En ocasiones a los bienes que además de un uso alimentario tienen otro uso alternativo se les añade una sustancia para impedir su uso como alimento. Normalmente, esta práctica existe por una cuestión fiscal: no paga las mismas tasas el alcohol de uso sanitario que el destinado a elaborar bebidas alcohólicas.
El aceite causante del síndrome tóxico contaba en su composición con aceite de colza para uso industrial importado de Francia, el cual tenía una tasa aduanera mucho más baja que el importado para consumo humano. Para asegurar su uso industrial ese aceite se desnaturalizó con una sustancia colorante y olorosa: la anilina. Una serie de industriales del ramo oleícola quisieron beneficiarse de la diferencia de precio comercializándolo como aceite de oliva. Y lo peor vino entonces: creyeron que refinándolo a alta temperatura eliminaban todo el rastro de la anilina, cuando de hecho lo que hicieron fue aumentar su toxicidad.
Por supuesto, el Estado fue responsable subsidiario por negligencia. La España en ciernes del 81 no tenía ni la experiencia ni los controles sanitarios de los que afortunadamente disponemos hoy dia.
El Síndrome del Aceite Tóxico ha dejado más de 20.000 afectados, con 5.000 fallecimientos. Es hoy la principal enfermedad rara en nuestro país. La mayoría de los afectados, unos 11.700, residen en la Comunidad de Madrid. Hace unos días el Parlamento homenajeó finalmente, 44 años después, a las víctimas de la mayor crisis sanitaria vivida en nuestro país antes del covid. Los supervivientes, aquejados de afecciones gravísimas, piden mejores ayudas, y que se habiliten servicios médicos preparados para atenderles, ya que muchos médicos no conocen bien la enfermedad.
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