Antes de empezar quiero hacer una prueba. Voy a daros el nombre de dos rusos, a ver si los conocéis:
- Vladimir Putin
- ¿Lo conocéis? ¿Os suena?
- ¿Y Stanislav Petrov?
- ¿No?
Para contar esta historia (real), tendremos que hacer dos viajes en el tiempo.
El primero nos lleva al comienzo de los noventa, en un barrio de los suburbios de Moscú. Una zona residencial. Imaginad uno de esos suburbios de edificios soviéticos con grandes bloques de casas grises de cemento, todas casi idénticas. En una de esas casas, vive un matrimonio de jubilados. Hay un gran silencio y placidez que es súbitamente interrumpido por el teléfono.
La señora Petrov descuelga y al otro lado de la línea se presenta un periodista del New York Times. No es el primero en llamar ni será el último, todos preguntan por Stanislav Petrov, su marido, un coronel ya retirado del ejército.
“¿Qué has hecho?” Le pregunta la señora a su marido, en un tono que vacila entre el reproche y el miedo.
“Nada”, se encoge de hombros: “yo no hice nada…”
Para entenderlo, hagamos un nuevo retroceso en el tiempo, esta vez, hasta los ochenta. En concreto a septiembre de 1983.
En septiembre de 1983 el mundo estaba al borde del apocalípsis, aunque la mayor parte de las personas no lo sabían. Estamos en uno de los momentos más peligrosos de la Guerra Fría. Los dos grandes bloques, el estadounidense y el soviético, están jugando un pulso en el que el más ligero error de cálculo puede tener consecuencias devastadoras. Ambos temían un ataque inminente y se preparaba para contraatacar.
Apenas tres semanas antes, los soviéticos habían derribado un avión de pasajeros que se había extraviado en su espacio aéreo al tomarlo por un avión espía. No hubo supervivientes.
Los americanos, por su parte, hacían poco para tranquilizar la situación. Ronald Reagan, el presidente, consideraba a los rusos “el imperio del mal” y había puesto en marcha un plan llamado la Guerra de las Galaxias que, junto a una serie de maniobras cada vez más realistas y temerarias, estarían a punto de provocar una guerra nuclear.
Orbitando sobre la tierra, los satélites de alerta temprana rusos estaban preparados para detectar cualquier proyectil que se elevase sobre la línea del horizonte.
La noche del 26 de septiembre, Stanislav Petrov era el oficial al mando del bunker de Moscú. Entonces lo que iba a ser una noche de rutina como tantas otras, se transformó en una pesadilla.
A las 0.14h de la noche saltó un indicador alertando de una fuente de calor que ascendía anormalmente por el Este. Sus características correspondían a las de un misil nuclear intercontinental.
El eco de la alarma resonó en el búnker. Petrov sintió como uno a uno todos los técnicos se giraban para mirarle. El protocolo hacía de él la persona responsable de telefonear al alto mando para iniciar el contraataque ruso, dentro de la doctrina conocida como M.A.D. (Destrucción Mutua Asegurada): En caso de ataque se respondería con todo el arsenal de misiles nucleares, para asegurarse de borrar al enemigo del mapa.
Petrov se mantuvo escéptico, esperando, pensando. Tenía que ser un error: un solo mísil… No tenía sentido que Estados Unidos atacara con un solo misil. Tenía que ser un error...
Entonces las alarmas atronaron de nuevo con fuerza: 2,…3,…4 misiles habían sido detectados, según los sistemas se dirigían a toda velocidad hacia ellos.
Las sirenas chillaban furiosas. Estos sistemas aseguraban una fiabilidad del 100%.
La estancia era iluminada por una pantalla roja, que había pasado de brillar con la palabra “lanzamiento” a la de “ataque con misil”.
Todos contenían el aliento, mirándole expectantes. El teléfono rojo estaba ya preparado y al alcance de su mano. Cada segundo contaba para una posible respuesta.
Petrov diría más tarde que se guió por el instinto. No existía confirmación visual (aunque eso podía pasar). Se aferro a la idea de que era improbable un ataque con cinco misiles. Decidió apostarse todo a esa carta. Y acertó.
Las fechas próximas al equinoccio de otoño, los satélites, la tierra y el sol se alinearon creando una ilusión momentánea en los detectores.
A pesar de haber evitado la III y probablemente última Guerra Mundial, Petrov fue degradado por no acatar el protocolo asignado. El error de los detectores fue ocultado por el gobierno de la URSS y no se supo lo que había ocurrido hasta los noventa.
Petrov siempre negó que fuera un héroe, solo que trató de hacer bien su trabajo. Por eso, cuando se desclasificaron los archivos y empezaron a llamar a su casa para entrevistarle, su mujer le preguntó que qué había hecho: y él le dijo la verdad: “nada”.
Quería compartir con vosotros esta historia porque pienso que, a pesar de que por desgracia hay muchos “Putin” en el mundo, también creo que hay muchos más “Petrov”: personas que no son héroes, que sólo hacen lo correcto, sin dejarse llevar por el miedo. Son las personas que no conocemos, las que salvan el mundo, todos los días.
Portada de un documental, estrenado en 2014 que cuenta la historia de Petrov |
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