Entre finales del siglo XIX y principios del XX apareció en Barcelona un pintor que no se parecía a ningún otro. Mientras sus contemporáneos pintaban paisajes o estéticas imágenes simbolistas, los protagonistas de sus cuadros eran los olvidados y marginados.
La Barcelona de aquellos años era una ciudad en la que coexistían dos almas. La ciudad moderna y cosmopolita, con su nuevo ensanche plagado de flamantes edificios modernistas convivía a su vez con otra preindustrial, llena de carencias y miseria. Él se convirtió en retratista de esa otra Barcelona que nadie quería ver. No lo hizo por un afán moralista ni por mostrar el folclore de los bajos fondos. Lo hizo porque encontró la belleza que buscaba donde nadie más miraba: entre los humildes ropajes de la pobreza.
Esta es una historia a la que le faltan respuestas rotundas, en la que los espacios en blanco han de ser forzosamente rellenados con la imaginación o la especulación. Nuestro protagonista no dejó descendencia y murió joven, así que todo lo que sabemos de él nos viene de terceros, del recuerdo de los que le conocieron en vida.
Próximo y lejano; exótico y cercano. El mundo de Isidre Nonell.