Era mi primer trabajo serio. La persona que me enseñaba iba delante de mi mientras pásabamos casa por casa. Personas mayores en diferentes grados de dependencia nos aguardaban. Nuestra misión era ayudarles: facilitar su movilidad, el aseo personal, hacerles la compra o incluso limpiarles la casa. Los fines de semana eran diferentes a los servicios que tenías entre semana, a los que conocías bien. Cuando llegabas a esas casas por primera vez tenías que hacerte rápidamente cargo de la situación y de los recursos a tu alcance, que muy pocas veces eran los ideales. Este rápido vistazo te informaba de dónde podías encontrar los materiales que necesitabas, qué parte era la mejor para levantar a la persona, dónde anclar la silla de ruedas o cómo acceder más fácilmente al baño. Para todo esto hacía falta mirar. Pero mirar no es lo mismo que ver. Los primeros días mis ojos no estaban entrenados aún para fijarme en lo que tenía que observar. Y sin saber qué mirar es imposible ver.
“La experiencia es el mayor alimento de la mirada. Aprender a escribir es aprender a mirar”. Un profesor de literatura le dice estas palabras al protagonista León Egea en Alguien dice tu nombre, del escritor y poeta Luis García Montero, una novela sobre las primeras veces y el entrenamiento (que nunca termina), en el arte de mirar.