Alfred Nobel inventó la dinamita. Fue en 1857 y este avance, junto con el de otros explosivos y de las compañías que fundó para comercializarlos, le hicieron inmensamente rico. Se dice que junto a su fortuna acumuló un importante complejo de culpa por todo el daño que en forma de guerras y explosivos había provocado su invento. Así que al morir legó su fortuna a una fundación – la Fundación Nobel, creada en 1900 –, con el encargo expreso de otorgar premios anuales a las personas que más hubieran hecho en beneficio de la humanidad, en los terrenos de la Física, la Química, la Medicina, la Literatura y la Paz. Dichos galardones se han ido entregando desde 1901, con la excepción de los periodos de entreguerras. En 1968 a los otros premios se les unió el Nobel de Economía.
¿Cómo se elige el Nobel de Literatura? Bien, digamos que todo empieza con una carta.
Cada año, en septiembre, invitaciones confidenciales son enviadas a personas y organizaciones cualificadas en el ámbito de las letras y la literatura (profesores universitarios de Literatura, antiguos ganadores del Nobel, miembros de la Academia Sueca…). Estas personas deben proponer sus candidatos para ganar el Nobel de Literatura. Las propuestas se envían entonces al Comité Nobel de Literatura antes del 31 de enero del año siguiente. Dicho Comité examina los nombres propuestos y acorta la lista en 15 o 20 posibles candidatos. Esta lista se envía a la Academia Sueca en el mes de abril. En Mayo, el Comité recorta aún más la lista dejando esta en solo 5.
Durante el verano la Academia Sueca leerá y se informará sobre el trabajo de los 5 candidatos definitivos.
A principios de octubre la Academia Sueca designa, por mayoría simple de sus miembros, a los ganadores del Premio Nobel de Literatura. Esta decisión es inapelable y se comunica de forma inmediata en todos los medios disponibles como hemos visto.
El Nobel lo han ganado escritores como Rudyard Kipling, Thomas Mann, Ernest Hemingway, Doris Lessing o Pablo Neruda. Pero ¡ojo! no lo han ganado otros como Marcel Proust, Franz Kafka, Julio Cortázar o Nabokov. Muy pocas mujeres, por cierto: solo 14 de 112. Aún así es el Nobel con más representación femenina después del de la Paz (16).
Once galardonados fueron en nuestro idioma. El último Mario Vargas Llosa en el 2010. y 4 españoles: José Echegaray (1904), Jacinto Benavente (1922), Juan Ramón Jiménez (1956), Vicente Aleixandre (1977) y Camilo José Cela (1989).
Y llegamos a
Svetlana Alexievich. Periodista, bielorrusa, 67 años… ¿merecía ganar el Nobel?
Voy a dejar una cosa clara: yo no conocía a esta escritora y, probablemente, seguiría sin conocerla si no hubiera ganado el Nobel. Igual que yo muchos (incluidos los tertulianos que se las daban de haberla leído desde siempre y lo que habían hecho es consultar apresuradamente la Wikipedia).
A mí, precisamente, me gusta esto del Nobel. Me gusta que no se lo den a fulanito porque lo lee mucha gente o porque vende libros como churros. Que queréis que os diga, pienso que si de mi dependiera los premios, todos, pero sobre todo los gordos, se darían a escritores no tan conocidos, pues son los que se pueden beneficiar del premio (y nosotros de conocerles), y no alguien que ya vende y tiene ese espacio asegurado en las librerías y etc.
En este caso, por ejemplo, a mí me ha dado la oportunidad de conocer a una escritora magnífica. El libro que he leído (el único editado en español, tampoco había mucho donde elegir) trata además sobre un tema que siempre me ha llamado la atención: el accidente de Chernóbil.
Pero no se parece a ningún libro que hable de Chernobil… ¿Por qué?
Porque Alexievich no habla de Chernobil en plan: “estos son los hechos, la historia, las cifras…” (esto se despacha en las primeras páginas, con recortes de periódicos). Habla de las personas que sufrieron, vivieron y viven hoy con Chernobil. En realidad estas personas son las que hablan, cuentan su historia, sus miedos y añoranzas a través de las páginas del libro. De esta manera la autora da su voz a los verdaderos sufridores de la historia, al hombre de la calle, al que siempre calla y padece las decisiones de los gobernantes. Esto convierte el libro en un alegato profundamente conmovedor y humano.
Tenía yo 8 años cuando el accidente de la central nuclear ucraniana. Entonces las imágenes ya impactaban, y eso que no sabíamos nada. No lo sabían ni los propios habitantes de la vecina ciudad de Prípiat a quienes se desalojó (después de treinta y seis horas a la intemperie), prometiéndoles que volverían en un par de días y alejándoles de sus casas, sus vidas, con tan solo una muda.
Ellos tuvieron más suerte que los “liquidadores”; aquellos encargados de sellar el reactor abierto, enterrar literalmente pueblos bajo tierra y bueno, como su propio nombre indica; liquidar Chernobil y 30 kilómetros a la redonda. Muchos de ellos murieron por los niveles salvajes de radiación que recibieron esos días y los pocos que viven están muy enfermos.
No son los únicos: en Chernóbil y en los países de alrededor los altos niveles de radiación han provocado el aumento de enfermedades y malformaciones. En especial el cáncer de tiroides. Un tema que no sabía y que me ha resultado curioso es que a pesar de estar la central en Ucrania, el país más afectado es probablemente Bielorrusia, que para colmo no tenía centrales nucleares ya que su economía en la época soviética era básicamente agrícola. Hoy uno de cada cinco bielorrusos vive en territorio contaminado. Se trata de 2.100.000 personas, de las que 700.000 son niños.
Una catástrofe como ésta no tiene una escala humana, es difícil de entender en términos de nuestras limitadas existencias. Hasta dentro de 300.000 años no habrán desaparecido los elementos radioactivos a lo largo de la zona de exclusión. Para que nos hagamos una idea, el Homo sapiens apareció hace 200.000.
Ante estas cifras espeluznantes y astronómicas, lo lógico es dejarse llevar por la imaginación o por la morbosa fascinación que despierta la posapocalíptica ciudad de Prípiat. Pero lo que la autora hace es algo mucho más interesante, urgente y necesario: traducir a términos humanos y concretos todo este sinsentido. Dejar hablar a aquellos que lo han vivido y lo viven diariamente con el fin de que sus palabras, en busca de sentido, encuentren nuestros oídos, nuestra comprensión.
Tiene su importancia que una periodista haya ganado el Nobel de Literatura con una obra de no ficción, algo que ha sucedido muy pocas poquísimas veces. La Academia sueca ha explicado la entrega del premio a Alexievich “por sus escritos polifónicos, un monumento al sufrimiento y al coraje en nuestro tiempo”.
Desde luego, a nivel formal, me ha impresionado el particularísimo estilo de la autora, que con títulos de capítulos como “Monólogo acerca de para qué recuerda la gente” “Coro del pueblo” o “Monólogo a dos voces…” presenta una estructura que recuerda al coro de las tragedias griegas, con una fuerza y aliento lírico que viene de lejos. Me queda la duda de si la autora ha sido absolutamente fiel a las declaraciones sin adornar ni cambiar nada, porque hay momentos tan poéticos que resulta casi inimaginable que hayan salido de personas normales y no de la pluma inspirada de un escritor o un rápsoda. También la autora ha escrito otras obras, acerca de las mujeres soviéticas durante la Segunda Guerra Mundial, sobre el derrumbe de la URSS o la guerra de Afganistán. Siempre con el “Homo sovieticus” en el punto de mira.
Svetlana Alexievich pronunciará mañana lunes 7 de diciembre el discurso de aceptación del Nobel.
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