Hay mucha gente viviendo como Aurora. Gente que sin embargo se siente sola, luchando una batalla anónima y poco reconocida por mantenerse entera, ante una sociedad cada vez más individualista que parece querer situar toda la responsabilidad de lo que les pasa en ellos, como si la ansiedad y la depresión fueran solo fallas de carácter que dependieran únicamente de un cambio de actitud.
Mucho se ha hablado, también en el cine, sobre el mundo del trabajo. Desde Tiempos Modernos que, tan pronto como en 1936, satirizaba la alienación laboral en un taller con un modelo taylorista más pendiente de la rapidez y eficiencia de la producción que de los trabajadores, convertidos como el pobre Charlot en simple piezas de un engranaje.
Y viendo esta película no he podido evitar acordarme de Nomadland (2020), que prescindiendo de toda la denuncia que contenía el libro de Jessica Bruder, proponía una romantización de la pobreza en forma de personas que, tras toda una vida trabajando, en lugar de poder jubilarse y dedicarse a disfrutar se tenían que conformar con sobrevivir viviendo en caravanas y todavía “agradeciendo” trabajos temporales como en la campaña navideña de Amazon, cuyas condiciones la directora omite, vaya usted a saber por qué, en favor de la épica de unos seres nómadas de corazón y unas preciosas fotografías de paisajes.
Afortunadamente, no es el caso del filme de Laura Carreira, quien se ha servido de su propia experiencia como inmigrante en Escocia y de multitud de entrevistas con empleados de almacenes de distribución (en la película no se menciona, pero está claro que hablamos de la compañía de Jeff Bezos), para situar la historia a la misma altura de su protagonista.
Ken Loach, el maestro británico del cine social, que ejerce labores de productor, decía no hace mucho en el estreno de Yo, Daniel Blake: “Según el proyecto neoliberal, la mano de obra debe ser vulnerable, porque así aceptará salarios bajos, contratos basura y trabajos temporales. Y para que el trabajador siga siendo vulnerable hay que hacerle creer que tiene lo que se merece. Ese es el secreto, recordar a los humillados que la culpa es suya. Porque si la culpa fuera del sistema habría que cambiarlo y eso, de momento, no interesa”.
Y Laura Carreira, directora de On falling, apuntaba: “el sistema económico en el que vivimos solo puede seguir funcionando porque somos buenos unos con otros y nos ayudamos mutuamente. En el momento en el que dejemos de hacer eso, el sistema dejará de funcionar como hasta ahora. Creo que hay mucha bondad en la gente y para mí era muy importante incluirlo en la película. No quería que la película fuera cínica respecto de la naturaleza humana”.
Y desde luego, algo muy de agradecer en el filme es esa mirada realista y la falta de subrayado. No se exacerba el drama, no se mete a la protagonista (una excelsa Joana Santos), en una espiral de problemas o injusticias. No es necesario. La gente con la que se encuentra es buena con ella, e intenta ayudarla en la medida que pueden.
Es una película sin malos, no hay realmente a nadie a quien culpar, no hay un jefe déspota al final de la cadena. Y tal vez eso sea lo peor.
Hay escenas que, en su sutileza me han parecido brillantes: el desamparo que siente la protagonista al estropearse su móvil. El momento en el que una trabajadora de Sephora le maquilla en el supermercado y en el que Aurora parece por un momento olvidarse de dónde está. Y por supuesto, la escena de la entrevista de trabajo, tan dura, tan franca. Aurora no se siente capaz de responder a qué le gusta dedicar su tiempo libre.
Hay películas que curan y a la vez, escuecen. Como un antiséptico. Aunque solo sea por recordarte que no estás solo. Pero también es necesario preguntarse: ¿Qué demonios nos está pasando? ¿En qué momento hemos aceptado que esto es normal?
En un momento determinado vemos la imagen de una caja rodando en la cinta transportadora. Demasiado pequeña y poco pesada para caer, no hace sino rodar sobre su eje, sin subir ni bajar. Parece una nueva representación de la rueda de hámster. Pero sin el hámster.



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