Todas las lunas (Ilargi Guztiak, en el original en euskera), pertenece a ese ilustre género de películas de vampiros que no sólo son películas de vampiros, sin dejar, por supuesto de ser precisamente eso. A bote pronto se me ocurren varias obras, como por ejemplo Déjame entrar (2008), que quizás es su referente más cercano, o la fundacional Entrevista con el vampiro (1994), en la que también encontramos una vampira-niña, (con bastante mala uva, por cierto) interpretada por una jovencísima Kirsten Dunst.
Sin ser un experto en el subgénero, los vampiros siempre han sido mi monstruo favorito. Más allá del glamour con el que a veces son retratados, pocas encarnaciones del mal son más trágicas y vulnerables. Pensadlo: condenados a escapar de las luces de la sociedad, los vampiros viven entre las sombras, aquejados de no pocos puntos débiles: no pueden entrar sin ser invitados, la luz les mata, igual que las estacas; los crucifijos los hieren, los espejos los delatan. (Por no hablar del ajo y otras tradiciones apócrifas). Por el día, además, deben dormir en algún lugar resguardado y si los encuentras en ese momento puedes hacer lo que quieras con ellos. (Esto me recuerda a mi vida laboral durante mucho tiempo).
Hay una corriente reciente en literatura y cine que toma de hecho esta figura del vampiro como un ser marginal, un outsider del sistema, obligado a habitar una vida de dependencia y soledad. Podemos citar: Solo los amantes sobreviven (2013), The addiction (1995), Lo que hacemos en las sombras (2014), las propias Crónicas Vampíricas de Anne Rice o el curioso cómic underground La Calambre.
La mitología vampírica permite presentarnos de forma rápida unas "reglas del juego" con las que ya estamos familiarizados. Pero la película no se queda dentro de los límites del género, sino que los utiliza para trascenderlos, para contar una historia sobre la (in)mortalidad y la necesidad del otro. Ambas cosas pueden ser una bendición o una condena.
Es en este juego metafórico donde la película hace su apuesta más fuerte, llegando a subvertir una de las normas más conocidas del mundo vampírico. Y entiendo que habrá a quienes no les guste este uso poético de la mitología. Yo, que tengo debilidad por este tipo de cuentos góticos y por el realismo mágico, acepto el envite.
De hecho la película gana mucho cuando se queda en el terreno de lo ambiguo, jugando sutilmente con interesantes referencias y pierde, a mi modo de ver, cuando se vuelve más explícita. Por eso me gusta especialmente las conversaciones entre los niños, o con ese padre terrenal y atormentado, y me sobra la figura del cura, un tanto estereotipada.
Una cosa que destacar es la magnífica fotografía de Imanol Nabea, que ha ganado entre otros el Premio del Festival de Sitges. Es francamente una película muy bella en lo visual, en el manejo del paisaje (un personaje más) y de las luces y la sombras. La película se inscribe en esa nueva ola de cine fantástico que utiliza el folclore y mitología vasca en su ambientación: Handia (2017), Irati (2022), Errementari (2017...). El guión y dirección de Igor Legarreta muestra oficio y una gran capacidad para la síntesis con imágenes.
Todas las lunas hace una crítica a la religión, no a una en concreto, sino a cualquier sistema cerrado de creencias que ofrece garantías de otra vida mejor a cambio de no hacerse preguntas. El miedo a la muerte y la incertidumbre son sus mejores aliados, pero ¿cómo entregar tu individualidad cuando sientes que ninguna tiene sitio para ti? En un momento dado la protagonista se pregunta asustada en voz alta si es un ángel o un demonio, a lo que su cuidador le responde que ningún demonio tiene miedo.
El hombre que la encuentra y empieza a cuidarla le pone un nombre: "Amaia". Y cuando las cosas tienen nombre se vuelven únicas, diferentes a las demás. Así, ella deja de ser una criatura para convertirse en una persona.
"Yo estaré siempre contigo" es algo que dos personajes principales prometen a Amaia. Pero "siempre" es demasiado tiempo cuando hablamos de humanos. Son promesas que nos vienen grandes. Y paradójicamente, lo peor de una vida inmortal es el hecho de que aquellos a quienes amas no lo sean.
Impresionante Haizea Carneros, la protagonista, una debutante con mucho futuro, que a través de una mirada es capaz de plasmar todo un rio subterráneos de sentimientos y vulnerabilidad. Es verdad que la socorren una terna de grandes actores vascos: atentos a Josean Bengoetxea (Errementari (2017), Loreak (2014), Fe de etarras...), en el papel de ese padre adoptivo que ha perdido la fe pero no la capacidad de amar. O Itziar Ortuño (La casa de papel), como su "madre vampírica", pero sobre todo hay que destacar un guión que desde el principio sabe ser coherente e inteligente en la manera de contar las cosas, desarrollando una gran empatía con la protagonista.
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