El otro día me invitaron a una mesa redonda sobre cierta terapia psicológica hoy muy de moda. Uno de los ponentes era buen amigo mío y fui con genuinas ganas de escucharle. Además, resulta que esa terapia fue en su día muy importante para mi, en la época en la que creía que una filosofía o un libro podían contener todo lo que necesitaba saber para llevar una vida feliz. Si existe una utopía, esta debe vivir en la juventud, y en la ignorancia de la vida. Crecer, cumplir años – no siempre sinónimo de crecimiento –; supone, por lo menos en mi caso, una continua pérdida de certidumbres, una constante revisión de verdades que creías infalibles.
Durante la charla tuve la inquietante sensación de que intentaban convencernos de algo, a un público, por cierto, que ya de por sí estaba bastante convencido. Nada más fácil que venderle agua a un sediento, tal vez por ello nunca he profesado mucha fe por ninguna religión.
Tampoco es que crea en el relativismo ni que sea un cínico que piense que no haya nada que no se pueda saber a ciencia cierta. Pero mis verdades son personales, íntimas, mudables como las copas de los árboles en cada estación. Mis héroes, cada vez más, no son personas que están convencidas de algo, sino personas que tienen montones de dudas e intentan hacer lo adecuado sin demasiada seguridad en el "premio" final.
Todo esto viene a cuento de un libro que casualmente yo llevaba en mi bolsa (siempre llevo libros en mi bolsa), sobre una poeta que se define (o al menos a mi me gusta definirla así); como la poeta de las dudas, de la incertidumbre. Premio Nobel en 1996, pero ante todo sencilla, cotidiana, e irónica, Wislawa Szymborska, que murió siendo una simpática y discreta anciana que huía de las palabras grandilocuentes y que vivía en un modesto pisito de Cracovia, está hoy más cerca de lo que entiendo como "autoayuda" de lo que pueda estar aquella tarde de terapia psicológica.
ALGO SOBRE EL ALMA
Alma se tiene a veces.Wislawa Szymborksa
Nadie la posee sin pausa
y para siempre.
Día tras día,
año tras año
pueden transcurrir sin ella.
A veces sólo en el arrobo
y los miedos de la infancia
anida por más tiempo.
A veces nada más en el asombro
de haber envejecido.
Rara vez nos asiste
en las tareas pesadas,
como mover los muebles,
cargar las maletas
o recorrer caminos con zapatos apretados.
Cuando hay que cortar carne
o llenar solicitudes,
generalmente está de asueto.
De mil conversaciones
toma parte sólo en una,
y no necesariamente,
pues prefiere el silencio.
Cuando el cuerpo nos empieza a doler y doler,
escapa sigilosamente de su hora de consulta.
Es algo quisquillosa:
con disgusto nos ve en la muchedumbre,
le repugna nuestra lucha por supuestas ventajas
y el rumor de los negocios.
La alegría y la tristeza
no son para ella sentimientos distintos.
Sólo cuando se unen
está presente en nosotros.
Podemos contar con ella
cuando no estamos seguros de nada
y tenemos curiosidad por todo.
De los objetos materiales
le gustan los relojes con péndulo
y los espejos que trabajan afanosos
aunque no mire nadie.
No dice de dónde viene
ni cuándo se irá de nuevo,
pero evidentemente espera esa pregunta.
Según parece,
así como ella a nosotros,
nosotros a ella
también le servimos de algo.
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